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6/4/2025

Entrevista a Guillermo Kuitca, que presenta su nueva muestra, "Kuitca 86"

Confiesa no saber las razones por las que dejó de exponer en su ciudad, celebra el diálogo local que disfrutó con su Beca dedicada a los nuevos artistas, y asegura que le gustan los años elegidos para esta nueva muestra, porque puede ver esas pinturas no desde la nostalgia, sino como si fueran recientes.

Guillermo Kuitca, hoy (Foto: Nora Lezano)
Guillermo Kuitca, hoy (Foto: Nora Lezano)


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Reúne tres series fundamentales: "Nadie olvida nada" (1982), "El mar dulce" (1983) y "Siete últimas canciones" (1986)

Entrevista a Guillermo Kuitca, que presenta su nueva muestra, "Kuitca 86"

Confiesa no saber las razones por las que dejó de exponer en su ciudad, celebra el diálogo local que disfrutó con su Beca dedicada a los nuevos artistas, y asegura que le gustan los años elegidos para esta nueva muestra, porque puede ver esas pinturas no desde la nostalgia, sino como si fueran recientes.

Lo que se ve colgado en las paredes son los hits, las imágenes en la que todo el mundo piensa cuando aparece el nombre de Guillermo Kuitca: la camita amarilla, el color rojo con el negro, la desolación, un chongo que lleva encima unas alitas de ángel, la mujer de espaldas sentada en su cama. Si su actual exhibición en Malba fuera un disco, sería uno de esos con los “grandes éxitos”, un compilado con los temas que todo el mundo quiere escuchar. Y si la muestra fuera una gira, sería la de Fito Páez saliendo a tocar El amor después del amor treinta años después, es decir, sería una forma de volver a compartir un puñado de obras que muchas personas llevan encima como parte de sí, pero que no siempre puede visitar en un mismo tiempo y lugar. Lo que se activa en Kuitca 86 es una especie de memoria emotiva: ahí están esas imágenes que vimos replicadas una y mil veces en Internet y en catálogos de museos extranjeros, pero que pocas veces vimos en esta ciudad. Los grandes éxitos están otra vez en las paredes. El disco de oro está listo para que cualquiera le de play.

Esta muestra reúne, por primera vez, tres de las series más notables de este artista: Nadie olvida nada (iniciada en 1982), El mar dulce (creada al año siguiente, en 1983) y Siete últimas canciones (nacida en el año en cuestión, 1986). A estas series se suman algunos dibujos, materiales de archivo y una única obra inédita: una maqueta que replica una suerte de casa-taller donde cada objeto miniatura es una paleta de color en sí misma. La última vez que Kuitca expuso en Buenos Aires también fue también en el Malba, hace poco más de dos décadas. Sin embargo, en aquel entonces sí llevó adelante una retrospectiva que incluyó obras de periodos muy distintos, realizadas entre 1982 y 2002. “Cuando empezó a aparecer la posibilidad de hacer una muestra en Buenos Aires obviamente se pensó la idea de hacer algo que sea desde 2003 hasta hoy, pero a mí me parecía un pelotazo. Era como estar llenando agujeros, tildando años como si fueran casilleros. Me gustaba más la idea de pensar un momento determinado de mi trabajo y desplegarlo”, dice Kuitca. “A mí esos años de los ‘80 me gustan porque puedo ver esas pinturas como si fueran recientes y no desde la nostalgia, sino desde la rigurosidad, tratando de pensar si las obras podrían haber sido hechas hoy, si pueden tener alguna frescura”.

Lo que se exhibe en esta muestra es ese momento en el que la pintura de Kuitca creó su gramática para luego abandonar las calles de Buenos Aires y empezar a caminar por paredes de todo el mundo. Kuitca 86 funciona como un señalamiento al cuarto intermedio, al espacio que apareció entre la figura del joven talento y el artista consagrado: la última vez que Guillermo Kuitca hizo una exposición en una galería argentina fue en 1986.

EL HUEVO O LA GALLINA

¿Qué vino primero, el artista o el niño prodigio? ¿En qué momento una persona se transforma en artista? ¿Cuando hace una muestra por primera vez o cuando simplemente le pone título de “obra” a algo que haga? ¿Cuándo fue que Kuitca se transformó en Kuitca? ¿A los trece años con su primera exhibición, en la legendaria galería Lirolay? ¿Cuando vendió seis cuadros de esa muestra? ¿O después?

Hay a su alrededor un mito de iniciación que, según quien lo cuente, puede variar un poco. Desde el relato que enaltece el trabajo de un joven adolescente, al que le baja un poco el precio para describir ese hito apenas como una serie de eventos afortunados. En 34 historias, una antología de relatos escritos por el cineasta Martín Rejtman para Un libro sobre Guillermo Kuitca –publicado en 1993 a propósito de una exhibición del pintor en Valencia–, se narra ese episodio, esa primera muestra ocurrida cuando Guillermo tenía 13 años, de la siguiente manera: “El padre de Guillermo decidió financiar la muestra con la condición de que Guillermo no faltara más a la Asociación Cristiana de Jóvenes, donde hacía gimnasia. Habían descubierto que se rateaba porque la ropa en el bolso estaba siempre limpia. El diario La Opinión publicó una nota porque un tío Guillermo lo conocía a Timerman. Desde el punto de vista económico la muestra también fue un éxito, a tal punto que se vendieron seis de los once cuadros expuestos. Guillermo dice que su padre era el que se ocupaba de eso y que él no vio ni un solo peso. Según Jaime Kuitca, con el producto de las ventas se financió un catálogo, se pagaron dos semanas por el alquiler de la sala, se contrató un servicio de lunch para el vernissage, una señora para la limpieza y un fotógrafo. Todas las ventas, menos una, fueron a familiares y amigos, y de ese cuadro vendido a un desconocido la familia de Guillermo no sabe nada hasta el día de hoy”.

Después de esa primera experiencia en 1974, Kuitca entró en una racha de híper producción: en 1979 armó su primer taller en Once y empezó a dar clases en ese mismo lugar, a los 18 años hizo una exhibición con casi 80 obras producidas en apenas dos años. Entre ellas estaba Del 1 al 30.000, una gran tela incluida en la actual exposición sobre la que dibujó los números consecutivos hasta alcanzar la cifra de desaparecidos durante la dictadura. También hizo un viaje por Europa durante algunos meses, donde terminó de recibir –como dijo alguna vez– la piña en la cara que significó conocer la obra de la coreógrafa Pina Bauch, mientras que otro a Nueva York solo le generó ganas de volver a Buenos Aires. En fin, Kuitca se erigió como un de niño voraz, repleto de ambición y curiosidad, que quería hacerlo y verlo todo. Pero las cosas que suben también tienen que bajar y para el año 1981 casi no pintó nada: “Estaba perdido, dije adiós a todo, como si no hubiera hecho nada antes, y empecé a pintar otra vez desde una conexión muy básica y de mucha introspección para ver cómo podía relacionarme con la pintura”. Al año siguiente empieza una de las series que ahora se muestra en Malba, Nadie olvida nada.

Fue en ese momento que su obra se terminó de definir. Ahí aparecieron las primeras “camitas” y esa economía de imágenes típica de su trabajo: con dos o tres elementos y una paleta de colores determinada creó una serie de obras sobre pedazos de madera y puertas ajadas. Pero lo que apareció, por sobre todas las cosas, es la figura humana. Kuitca 86 empieza justamente en el momento que aparecen esos cuerpos (al lado de los 30 mil desaparecidos) y termina en el momento que abandonan las pinturas. “La muestra tiene un eje que va por el lado de la figuración, que empieza con la mujer de espalda, y que termina justamente con la salida de esa figuración. Ese hilo conductor lo vi contemporáneo, lo vi en el presente. El cuerpo se dio a la fuga en mi obra y me gustó que apareciera ese relato”, dice Kuitca.

Cuando el cuerpo finalmente se fue de las pinturas, su cuerpo terminó de salir de Buenos Aires. Hacia finales de la década de los ‘80 y durante los ‘90, todas sus exhibiciones se realizaron fuera de la Argentina. “No sé bien por qué fue que dejé de exponer acá. Se dieron así las cosas. Si bien yo no adherí a la idea de que era mejor vivir afuera, sí adherí a que era mejor exponer afuera porque había un mundo del arte más dinámico, lugares y muestras que me parecían muy excitantes para hacer. No pude hacer una producción suficientemente grande como para exponer en simultáneo y de manera frecuente afuera y acá. No soy una máquina de hacer cuadros”.

El espiral ascendente e internacional que tomó su carrera lo transformó en un modelo de artista muy específico y particular: el que está y no está en la escena de la que salió. Esto es algo que no pasa desapercibido en un lugar como Buenos Aires, donde la defensa de lo local es algo muy arraigado y en donde lo precario se volvió una condición de existencia para el quehacer de los artistas. El arte local es como es porque es precario, porque se hace sin plata y porque funciona con un ilusorio mercado y una casi inexistente crítica de arte. Funcionar ahí se traduce en pertinencia y legitimación. Correrse de eso, priorizar las posibilidades expositivas que hay afuera ¿Qué es? ¿Qué significa? ¿Es un gesto de arrogancia (yo no soy como ustedes, yo renuncio a lo local) o un acto de valentía (voy a dejar atrás esta tierra gris e inflacionaria aunque todos quieran que me quede)?

Una digresión tragicómica sobre este aspecto de su carrera, llevado al paroxismo. Tres mujeres recorren Kuitca 86 y se preguntan en qué país vivirá Guillermo. Una tercera le pregunta a las dos primeras qué significa la palabra queer, término que está ploteado al lado de un cuadro que muestra a un hombre con aspecto de fisicoculturista arriba de un escenario. Un poco más adelante, dos chicos caminan por la muestra y dicen: “Yo pensé que Kuitca estaba muerto”, dice uno; “Si, yo también” contesta el otro.

Pero Kuitca no se murió. Y vive en Buenos Aires. Acá nomás, a la vuelta de tu casa.

ESTÉTICA DE LA SOLEDAD

“No me gusta pensar a mi obra desde lo autobiográfico o lo autorreferencial. Sin embargo, cuando veo las pinturas de esta muestra me duelen un poco: veo detrás de ellas a un alma muy herida. No diría que la persona que veo ahí me da pena, pero sí siento algún tipo de solidaridad”, señala el artista cuando habla de la serie Siete últimas canciones. Y agrega: “Cuando hice esas obras estaba en un momento muy intenso, con una aceleración permanente, tratando de subir mucho el volumen hasta el máximo, hasta que no quedara otra cosa más que bajarlo. Hoy ya no tengo esa perilla y si la tengo la uso en otro volumen y en otros horarios”.

Desde que estas pinturas aparecieron, se generaron algunas claves de lectura bastante remanidas para abordarlas: que siempre presentan una pequeña escena en un ambiente muy grande y que dialogan con el teatro y el cine. “Creo que con el tiempo mi trabajo se encapsuló mucho en la idea de que era una cosa chiquita en un espacio grande, algo un poco formulista desde mi punto de vista”, dice Kuitca. “También siempre me pareció extraña la relación con lo teatral porque no hay personajes ahí y porque esos escenarios yo los pienso como escenarios domésticos”. En este sentido, el universo doméstico de esos años ‘80 parecería estar invadido por una aflicción total, tenido de un rojo que puede resultar violento y de un gris completamente de bajón (sea sintético o no).

El ámbito doméstico en su obra se levanta como un espacio en el que una o dos personas se enfrentan a la soledad. No hay amor, complicidad, ni compañía. No son pinturas con un espacio grande donde sucede algo chiquito, sino que son obras en las que una situación se levanta en medio del vacío. La diferencia es sutil, pero contundente al mismo tiempo. Un puñado de habitaciones desoladas insertas en dos edificios dorados y un puñado de personas desorientadas que asisten al final de algo, mientras escuchan cómo se termina la música en fade out. “Mi parte favorita del título de Siete últimas canciones es justamente la palabra ‘últimas’ porque es la manera de señalar que todo eso que pasa en los cuadros no puede durar más que siete canciones”.

La línea que quizás sí une al teatro con estas obras es aquella que piensa que en ambos casos lo que se construye con lo que se muestra es una ficción. Cada obra de este periodo de Kuitca tiene adentro una historia, una sucesión de eventos que derivaron en esos escenarios. Cómo es que llegan esos dos chicos a quedarse sentados en medio de un salón rojo, casi sin ropa, enfrentados, en silencio, tal como se retrata en una de las obras de Siete últimas canciones. Qué pasó para que un tipo quede tirado en el piso, al lado de su cama, mirando una columna, rodeado de pinturas, como se ve en “La busca de la felicidad”. Estas pinturas son la ficción de la figuración. Son, al igual que en el teatro, la fantasía del cuerpo. Un cuerpo que, después de haber sido sometido a esa intensidad, sólo pudo desaparecer.

ORDEN Y PROGRESO

Durante los años ‘90 y ya entrado el nuevo milenio, la producción de Guillermo Kuitca dejó atrás la intensidad de los ‘80. Mientras los cuerpos se esfumaban, los colchones con mapas hacían su entrada, como así también los planos de butacas de teatro, los murales cubistas –o filo futuristas– y las cintas de equipaje de los aeropuertos. De alguna manera, su pintura se depuró y se organizó alrededor de otros pocos elementos, diferentes a los de los años anteriores. En paralelo, desde el año 1991, empezó a llevar adelante un espacio de formación para artistas, llamado Beca Kuitca. El proyecto duró veinte años y consistía en un espacio grupal por semana y luego un encuentro uno a uno entre Guillermo y el resto de los seleccionados a lo largo de varios meses.

“El programa de becas me trajo muy acá, a Buenos Aires. Gracias a eso nunca sentí que me faltara algo de diálogo con mis colegas de la ciudad, ni con los artistas jóvenes que iban apareciendo y exponiendo. No tenía la sensación de que no estaba en diálogo con la escena, a pesar de que había dejado de hacer muestras en Argentina. Sin embargo, sí sentía que lo que no estaba en el espacio de la beca era mi propia obra: quedaba hecha en silencio y en una especie de halo de misterio”. Ese proyecto se transformó para este pintor en el espacio de interlocución con la escena local y también en una instancia de formación para muchos artistas que no contaban con instituciones de formación donde las prácticas contemporáneas fueran bien recibidas. “El momento en el que armé la beca era un momento donde, por ejemplo, la Escuela de Bellas Artes estaba muy desprestigiada por los artistas porque no daba lugar a lo que llamábamos ‘contemporáneo’. Tampoco era tan común que existiera el formato de la clínica de obra, tal como lo conocemos ahora”.

En 2011 se llevó a cabo la última edición de la Beca Kuitca. Para ese momento ya existía el Programa de Artistas de la Universidad Di Tella y también el Programa de Agentes Culturales, dirigido por Roberto Jacoby en el Centro de Investigaciones Artísticas. “Los veinte años que duró la beca suplió con creces el hecho de no mostrar acá. En definitiva uno hace una muestra para que la vean los amigos, para tener un diálogo con otros artistas. Extraño mucho el espacio de la beca, pero hasta ahora no lo pude reinventar y pensarlo en otro formato que no sea el de la clínica”. Después de que ese proyecto terminara, la relación con el campo cultural local se dio de manera más tangencial, con una experiencia como curador de una muestra que la Fundación Cartier realizó en el CCK y otros proyectos escenográficos que preparó junto a Vivi Tellas.

Por fuera de su rol docente, Kuitca empezó a producir un corpus de obra que se alejó completamente del ambiente doméstico que había sido tan predominante durante los ‘80. En este sentido, los mapas funcionan como la contracara de eso: marcan el mundo exterior, las rutas posibles para andar por cualquier tierra lejana, desconocida y fuera de casa. Los colchones con mapas en todo caso son la transición de una cosa a la otra, entre la habitación y el mundo entero. Las cintas de aeropuertos son una forma de decir “yo estuve aquí”, la prueba empírica de que el artista se trasladó y recorrió, tal vez, alguna de las rutas que pintó. El aspecto ficcional de su obra quedó atrás para dar lugar a un estadio otro, más geográfico y conceptual, antes que narrativo.

Finalizada la década del ‘80 ya no hubo historias que contar, solo rutas que recorrer, valijas que arrastrar y asientos de teatros para sobrevolar.

DE ACÁ

Pasaron cincuenta años desde la primera vez que Guillermo Kuitca hizo una exhibición individual. En el medio, de todo: el MoMA, la Bienal de San Pablo, la de Venecia, el Museo Reina Sofia y hasta David Lynch. Pasaron un sinfín de muestras, obras, telones de teatros y experiencias. Pero quedó lo mismo de siempre: una persona que pinta y que quiere trabajar en su taller, al costado de las vías del tren, en un barrio de Buenos Aires. “Todavía no sé bien qué es lo específico de esta etapa de mi vida. Tengo 64 años y me da la sensación que pasé de tener 40 a 64. Como que era joven cuando hice la otra muestra en Malba y ahora ya no lo soy. No diría que ‘me siento grande’, pero sí que me pasan ‘cosas de grande’. Ya no tengo un espíritu de aventura y en algunos momentos, como cuando tengo que hacer algunos viajes, siento mucha pereza”. Y mientras sucede esa búsqueda de lo específico de esta etapa de su vida, Kuitca dice que quiere que todos sus movimientos sean internos, que las aventuras pasen por la obra y en invertir tiempo en el taller. “Pero las muestras grandes te alejan de eso”.

Afuera de su taller, sobre las paredes blancas de un museo, hay una de esas muestras grandes con un puñado de pinturas que tienen camas, siluetas de personas, escaleras decentes y películas que nadie mira.

En varias oportunidades, señaló que los mapas eran una continuación natural de las cama: mientras que una obra ofrecía pistas y posibles recorridos acerca de alguien (o de muchos, dependiendo de la cantidad de gente que haya entre las sábanas), la otra exhibía también una ruta pero de una geografía. Los mismo aplica para los planos de los teatros.

Camas, mapas y planos, versiones de lo mismo: formas de no perderse, intentos por encontrarse.

“Si pienso a las obras que estoy mostrando ahora como si fueran mapas creo que por primera vez tienen algo de local, algo que es propio de esta ciudad. Curiosamente, durante una década y pico, lo que me distinguía era hacer mapas pero en ese período yo no hice mapas de Argentina, ni de Buenos Aires. Y lo decidí conscientemente, porque nunca quise hacer un mapa que pudiera ubicarme a mí mismo. Sin embargo, al volver a mirar estas obras de los ‘80 veo una suerte de geografía local, aunque no pueda decir exactamente por qué, ni desgranar por completo lo que hay en esas pinturas”. Las series reunidas en esta exhibición –Nadie olvida nada, Mar dulce y Siete últimas canciones– contienen cierta experiencia de aquellos años, un registro de época fantasioso y dramático que condensa la intensidad de la post-dictadura, el bullicio creativo y cultural que se vivía, como así también las sombras que escondían las luces de la ciudad. Al mismo tiempo, vistas desde el hoy, ilustran la debacle de la vida cotidiana, la complejidad que puede presentar habitar una cama y, de una forma u otra, registran a esa sombra que, un tiempo a esta parte, ha inundado las casas y las calles disfrazada de libertad, pero que en el fondo esconde otra cosa.

Kuitca vuelve a casa en 2025. Y vuelve con la cartografía que pide –o exige– esta ciudad, con imágenes que condensan la excitación que genera vivir en un lugar donde suceden eventos canónicos semana tras semana. Dentro de veinte años, cuando el artista vuelva a volver con otra muestra, tendría que traer abajo del brazo estas mismas pinturas. Y así hasta el infinito. Porque qué mejor que tener a la vista de todos los mapas de una ciudad llena de personas que no se olvidan de nada, que se bañan en un mar dulce y que escuchan siete eternas canciones.

Kuitca 86 se puede visitar de miércoles a lunes, de 12 a 20, en el Malba, Av. Figueroa Alcorta 3415. Hasta el 16 de julio. Entrada: $9000.

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Fuente: https://www.pagina12.com.ar/815966-entrevista-a-guillermo-kuitca-que-presenta-su-nueva-muestra-