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En el texto biográfico que se puede leer en la solapa de Peso muerto (su primer libro, recientemente publicado por Blatt & Ríos) se define a sí misma como “guionista, performer, actriz, música, dj y productora artística de obras de teatro y danza”. Llama la atención que Carolina Stegmayer haya esquivado el mote de escritora aún habiendo sido capaz de crear un thriller adictivo, con derivas dignas del Delta del Paraná, hábitat natural de los protagonistas de su historia. Pero hay algo de marca personal en esa omisión: “Muchas veces tengo la sensación de estar un poco corrida. Entre los escritores soy DJ, entre los actores soy la productora, entre los músicos soy actriz”, se ríe.
Carolina no sabe bien cuándo nació en ella ese entusiasmo por casi todo (¿desde cuándo tiene que ocurrir algo para que se lo sitúe “desde siempre”?) pero sí puede fechar el germen de los múltiples oficios que desarrolló, sin hacerle mucho caso al mandato de la especialización y, aún así, brillando en cada espacio por prepotencia de trabajo. Todavía no había cumplido veinte cuando se le ocurrió hacer una adaptación teatral de La espuma de los días, de Boris Vian, para poner en práctica todo lo que estaba aprendiendo en la carrera de Actuación que cursaba en el (por entonces) IUNA. Lo primero que hizo fue reunir a un elenco que todavía se podría seguir tildando de genial e incluía a Sofía Wilhelmi, Marina Villalobos, Guillermo Pfening y María Villar. El grupo ensayaba en la casa familiar de los Stegmayer hasta que, crisis mediante (corrían los primeros dos mil), los padres tuvieron que alquilar la casa y los jóvenes, buscar sala de ensayo. Por supuesto, nadie tenía plata, y para pagarla empezaron a organizar regularmente una fiesta que no tardó mucho en volverse más demandante en términos de producción que la obra en sí, a tener una presencia propia. Hay quienes la siguen recordando; primero se llamó La Fête –como continuación del universo Vian–, después Burda, como la revista de costura que solían leer nuestras madres y abuelas.
Producir una fiesta para producir una obra: casi todos los que después iban a ser sus mundos ya estaban fusionados ahí. No pasó mucho tiempo hasta que Carolina comenzó a pasar música en otras fiestas bajo el nombre de DJ Cheta. Y, cuando se mudó a un monoambiente con el músico Ismael Pinkler, su novio desde hacía siete años, a la pareja le fue imposible no fusionar sus universos creativos. En ese único espacio que compartían un poco por elección y un poco por fuerza mayor todo quedaba demasiado cerca, los sonidos que alguno de los dos disparaba desde cualquier dispositivo llegaban inevitablemente a los oídos del otro. Empezaron a componer y a tocar en vivo en 2011. No tuvieron que pensar mucho qué nombre ponerle al dúo, porque tiempo atrás Diosque ya les había regalado el mejor, uniendo las tres primeras letras de sus respectivos nombres: “Si alguna vez tienen una banda, se tienen que llamar Carisma”. El proyecto creció de forma meteórica. Carisma tocó en muchísimos clubes y fiestas de Latinoamérica como Topaz Deluxe, Hard Pop, Traición, Recreo Festival, Mamba, Dengue, Fun Fun y Loca, y fue invitado a clubes emblemáticos de Europa como Salon Des Amateurs, Griessmühle, Institut für Zukunft, Moog o Le Sucre, y a formar parte de espacios de primera línea en el universo de la música electrónica como Boiler Room.
Cuando no estaban embarcados en alguna gira, Ismael y Carolina tocaban de jueves a domingo en alguna de las múltiples fiestas que tiene para ofrecer Buenos Aires. Hasta que llegó la pandemia, las fiestas y los viajes dejaron de existir y el proyecto que ocupaba la mayor parte de su tiempo empezó a ser considerado un peligro. Y entonces pasó lo que pasa en muchas crisis: las circunstancias externas impulsaron una pregunta interna que, de otro modo, quizá hubiera tomado mucho más tiempo en aparecer. Y Carolina empezó a pensar qué otras formas podía cobrar su entusiasmo. Además de crear Amplio Espectro, un sello desde el cual Carisma editó catorce discos en un año (temas propios y reediciones de música electrónica de los noventa que hasta entonces no estaban disponible en formato digital), quiso volver a poner un pie más fuerte en las artes escénicas. Cuando la vida volvió a recuperar su ritmo habitual, retomó junto a Claudia Ganquin y Amparo González Sola la investigación corporal que había decantado en la performance La conspiración de las formas. La pieza se vio en Munar durante 2021 y el año pasado siguió desplegándose, cada vez con una forma nueva, en distintos espacios culturales de Bélgica y Países Bajos.
También le subió el volumen a la producción artística, con la que se reencontró cuando, estudiando Actuación y Dramaturgia con Andrea Garrote, comenzó a coordinar el ciclo de obras breves Perfecta anarquía. La directora había escrito Pundonor, e invitó a Carolina a producirla. Después, casi como una continuación natural, llegó Inferno, el colosal proyecto de Rafael Spregelburd. Pero la agenda de producción Stegmayer no solo se constituye de grandes directores consagrados: de un tiempo a esta parte, comenzó a colaborar con dos de los nombres más interesantes de la escena sub30 (Julián Cnochaert, Valentino Grizzutti), con afilado ojo para detectar por dónde está pasando el recambio generacional. “Me encanta ser amiga de jóvenes talentosos: es revitalizante, te refresca la mirada sobre el mundo”.
Si el universo de la producción se hizo lugar de forma deliberada en su vida, el de la escritura apareció de forma mucho más sorpresiva. Fue el año pasado: Carolina se había reunido con Damián Ríos para coordinar detalles de la edición de Pundonor, y Ríos la invitó a formar parte de su taller quincenal. Ella, no sin prejuicios pero motorizada por el entusiasmo una vez más, aceptó. Entre un encuentro y otro escribió cuarenta y cinco páginas, y para el siguiente había creado otras cincuenta más. Algo hizo erupción muy rápidamente. Y Carolina, que hasta entonces había firmado algunas obras y el guión de una película, pero nunca una novela, le dio forma a una con una velocidad envidiable. Hay dos cosas que le gustan especialmente de este nuevo oficio que se inventó: lo solitario y lo diferido. “Me encontré, casi por primera vez, con el goce de hacer algo sola. Y fue una sensación genial no necesitar a nadie más que a mí, no tener que empujar ni esperar a otros”, se sorprende Carolina. “También me parece increíble pensar que la novela puede seguir encontrando lectores dentro de 10 o 20 años. Si las obras que hago o los sets que toco son imposibles de reponer si te los perdiste en el momento, la literatura te regala otro tiempo de llegada; eso me encanta”.
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