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Cuando oyó por primera vez a Friedrich Gulda, Martha Argerich sintió una enorme bocanada de aire fresco. ¡Entonces era posible vivir la música clásica manteniendo un espíritu libre y abierto, siendo joven e insolente! Ella no fue la única en conmocionarse por esa nueva estética. Era una unión tan ideal de virtuosismo e inteligencia, que, en comparación, todo lo demás parecía sentimentaloide, vetusto o amanerado. En primer lugar, el ritmo: imperioso, fundamental, bien claro. El texto respetado hasta la última coma, con un sentido maniático de la precisión, pero sobre todo, una energía vital, física, parecida a la del jazz. En medio de las pinturas al óleo y las acuarelas, Friedrich Gulda traía el brutal impacto de la fotografía, con sorprendentes contrastes y ángulos audaces.
Un año después de debutar en el Carnegie Hall, el pianista austríaco estuvo un mes en Buenos Aires, en 1951, para dar varios conciertos con las treinta y dos sonatas de Beethoven. Había grabado esa enorme cantidad de notas en su cerebro y en sus dedos a razón de un movimiento por día. “Es la persona más talentosa que conocí en mi vida”, dice hoy Martha Argerich. Gulda abría por primera vez la partitura más difícil y, después de recorrerla simplemente con la vista, era capaz de interpretarla con perfección técnica y la mayor coherencia musical. Martha tenía diez años cuando lo oyó por primera vez, y quedó deslumbrada por su forma tan moderna de tocar un repertorio eminentemente clásico. Entre otras cosas, Gulda iba en contra de la costumbre al tocar estrictamente con el mismo tempo el tema “masculino” y el tema “femenino”, dentro de un mismo movimiento. En las sonatas de estilo clásico, el compositor expone dos temas, que luego desarrolla, y finalmente los reexpone. En general, uno de los temas es dramático (masculino), y el otro, más bien suave y lírico (femenino). Los pianistas de expresión romántica solían “ablandar” el tempo cuando llegaba el tema “femenino”. Gulda mantenía rigurosamente el mismo ritmo: por eso, sus detractores sostenían que su interpretación era “seca” o “sin alma”. Él diferenciaba los dos temas por su esencia musical, no en virtud de una idea “personal”, y no destacaba de manera repentina y estereotipada la profundidad de una idea musical. Obtenía lo “femenino” por medio de matices imperceptibles, lo sugería con la dinámica y no cambiando la pulsación, pues es el corazón que palpita en la obra, y no tiene ningún sexo definido. Es fácil comprender que Martha Argerich reconociera en él, de inmediato, a un igual.
¿POR QUÉ ESTÁS ENOJADA?
En 1952, Gulda presentó el mismo programa en Río de Janeiro, y también provocó una intensa efervescencia en el público. A partir de ese momento, para los jóvenes pianistas de América Latina, la meca de la música ya no se llamaba París, Berlín o Moscú, sino Viena. Se le prestaba mucha atención a Bruno Seidlhofer, el maestro de Friedrich Gulda, o a Dieter Weber. En cuanto a Gulda, no tenía fibra pedagógica, pero cada uno de sus conciertos era una deslumbrante clase de música. Cuando ganó el concurso de Ginebra a los dieciséis años, dejando atónito al jurado con el Opus 111 y el Concierto n° 4 de Beethoven, Gulda entró en la leyenda, pero con sus integrales de El clave bien temperado de Bach y de las sonatas de Beethoven talladas como diamantes, se convirtió en el líder de una corriente innovadora y, al mismo tiempo, en el ídolo de la juventud musical.
Gulda tenía veintidós años; Martha tenía once y se volvió loca por él. Cuando el vienés volvió en 1953 por varias semanas a la Argentina, Juanita montó guardia frente a su camarín para conseguir una entrevista. Gulda podía ser tan inflexible en la vida como radical en la música. Los niños prodigio lo aburrían, y no tenía tiempo para perder. Sin embargo, por fin aceptó conocer a Martha, cuya asombrosa naturaleza le habían elogiado. Pero la insólita niña de la sonrisa tímida, desde lo alto de sus doce años, se negó a tocar para él. A la mayoría de los niños prodigio les encanta mostrarse y recibir caricias y aplausos. A Martha, no. ¿Orgullo desmedido? ¿Excesiva humildad? ¿Cómo saberlo? Seguramente, como el genial vienés la impresionaba más que nadie, no quería correr el riesgo de defraudarlo.
A principios de 1954 Friedrich Gulda volvió a Buenos Aires para dar conciertos. Además, aceptó conocer a un grupo de jóvenes pianistas locales, y pronto reconoció entre ellos a la que no había querido tocar para él un año antes. “¿Por qué estás enojada, Argerich?”, le preguntó en tono burlón. Para no asustar a la niña, se sentó al piano, comenzó a tocar un movimiento de una sonata de Beethoven y, de pronto, le dijo: “No estoy seguro de este tempo. ¿Qué te parece?”. Emocionada al ser tratada como una “colega” por un artista al que admiraba, Martha se sintió más cómoda, más segura de sí misma. Entonces, se inició una conversación sencilla y amistosa. “¡Ahora tú!”, le lanzó el astuto pianista. El animalito salvaje, ya domesticado, se sentó al piano y tocó Bach y Schubert. Gulda no podía creerlo: estaba ante una personalidad aún virgen, una verdad infantil, una idea de “la pura naturaleza”. Heinrich Neuhaus debe de haber sentido lo mismo cuando oyó, en el conservatorio de Moscú, a un jovencito revoltoso de veintidós años llamado Sviatoslav Richter, apenas escapado de Odessa, tocando en forma instintiva, lejos de todo estereotipo. Con la diferencia de que Argerich tenía sólo trece años. Y que Gulda no tomaba alumnos. Le gustó mucho su Schubert, pero, cuando tocó el Concierto italiano de Bach, el austríaco rugió: “¡Oh, Argerich, creo que pertenecemos a la misma familia!”. ¡Sin duda! “Es probable que yo hubiera tomado algo de su manera de tocar”, considera Martha. “Aun sin haber estudiado con él, estaba muy influenciada por su estética”. Aquel día, otros jóvenes pianistas también tocaron para Gulda. Sus observaciones siempre eran pertinentes, sin prejuicios, llenas de humor. Un joven le preguntó al maestro si su técnica le parecía buena. En la Argentina, había una obsesión por la técnica. Gulda le contestó: “¿Te gusta lo que haces?”. El joven dijo que sí. “¡Entonces”, concluyó Gulda riendo, “tienes una técnica formidable!”.
EL CAMINO A VIENA
A veces, el público tiende a confundir malabarismo con técnica. La técnica sólo es el medio para superar dificultades y lograr el resultado que uno se ha fijado. Cuanto más alto es el ideal estético, más elaborada debe ser la técnica. Para Martha, que posee una facilidad natural, la técnica nunca estuvo separada del contenido musical, y la aplica directamente a la creación del sonido. Como un pintor que analiza sin tregua una mezcla inédita en un rincón de su paleta, para crear un brillo nuevo en la pupila de su personaje, iluminando al mismo tiempo la posición de una mano a la que apenas le había prestado atención y dotando a la escena de un significado suplementario.
Al final de la “clase”, Gulda llevó aparte a Martha y le dijo: “Si vas a Viena, me ocuparé de ti”. ¿Qué podía significar eso? Gulda no daba clases en la Academia de Música de Viena ni tomaba alumnos particulares. Y, además, ¿cómo se llega a Viena cuando se es una niña? Sin duda, Gulda pensó que, al no ser profesor, no había ningún peligro de que doblegara a una naturaleza tan original en un molde académico. Dejaría que esa bella planta floreciera en un ambiente musical de una riqueza excepcional. Pero, de todos modos, era un riesgo enorme. “¿Estás enamorada, Argerich?”, le preguntó. No podía complicarse la vida con un corazón desgarrado. La respuesta de Martha lo tranquilizó. “Claro que después me enamoré –dice hoy riendo–. ¡De él, por supuesto!”.
Algunos meses más tarde, en julio de 1954, Martha recibió una carta de Friedrich Gulda, desde Salzburgo. Acababa de dar el primer verdadero curso de su vida, durante el tradicional festival de verano del Mozarteum, y las cosas habían salido bastante bien. De modo que, si ella lograba convencer a sus padres, la esperaría.
A partir de ese momento, Martha no pensó más que en Viena y en Gulda. Sin él, todo le parecía opaco y sin interés. Dejó de ir a sus clases con el profesor Amicarelli. Por su parte, Juanita también sentía que había llegado el momento de partir hacia un país que le diera a su hija más posibilidades que la Argentina. No tan entusiasmada como su hija por la opción Gulda, pensaba en los Estados Unidos. Pero ¿cómo hacer? Se necesitaba dinero. Afortunadamente, el intendente de la ciudad de Buenos Aires, el arquitecto Jorge Sabaté, era un admirador de Martha, y prometió hablarle de ella al presidente Juan Perón. Cumplió su palabra, ya que muy pronto sonó el teléfono en casa de los Argerich. La niña debía presentarse en la casa de gobierno dos días más tarde, a las 7 de la mañana. Como a su familia, a Martha no le gustaba mucho ese personaje tan controversial. Juan Manuel Argerich, que era radical, odiaba a Perón, pero Juanita quizá valoraba, como socialista, que se hubiera otorgado el derecho del voto a las mujeres.
PARA OTRAS COSAS
Madre e hija se dirigieron a la Casa Rosada el 13 de agosto de 1954, al despuntar el día. Perón fue muy amable con la joven pianista. Juanita le explicó la situación y, ya fuera por exaltación sincera o para ganar su favor, le prometió que la niña daría un concierto para alguna organización peronista. Con un gesto imperial, Perón la interrumpió: “¡Pero no, señora, su hija está para otras cosas!”. Luego, miró a la niña con ternura y le preguntó: “Decime, ñatita, ¿adónde querés ir?”. Ella contestó con un hilo de voz: “A Viena”. Con una gran sonrisa, tras echarle una breve mirada a su madre, que no se atrevió a protestar, volvió a preguntar: “¿No querés ir a los Estados Unidos?”. Martha puso mala cara, mientras Juanita se revolvía en su asiento. “¡No, no, a Viena!”. “Bueno, pero ¿por qué?”. “Porque quiero estudiar con Friedrich Gulda”. Satisfecho con la respuesta, el presidente argentino dio por terminado el interrogatorio, y asintió: “Tenés razón. Es una hermosa ciudad”.
Luego se volvió hacia Juanita con una expresión de picardía: “Señora, yo sé que su marido no comulga con nosotros. Pero igual le vamos a dar un trabajo en la embajada de Viena”. Juan Manuel obtuvo un puesto diplomático en la embajada argentina en Viena, mientras que a Juanita se le asignó un empleo administrativo, porque Perón les había dicho: “La familia no tiene que disgregarse”. Antes de despedirse, Martha, agradecida, le tendió su libreta de autógrafos, que contenía su colección de firmas de músicos prestigiosos. El general Perón escribió simplemente: “¡Adelante, Marthita!”, y luego acompañó a sus visitantes hasta la puerta.
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Fuente: https://www.pagina12.com.ar/793800-se-reedita-una-biografia-indispensable-de-martha-argerich