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¿Qué importa contar de una vida? La respuesta puede ser uno de los mejores comienzos cuando lo que campea, paradójicamente, es la finitud inapelable. “Me dijeron que me voy a morir. Es tonto: no debería necesitar que me lo digan. Pero una cosa es saber que te vas a morir alguna vez -empeñarte en olvidar que te vas a morir alguna vez- y otra muy otra que te digan que hay un plazo y ni siquiera es largo”. En Antes que nada (Random House), Martín Caparrós convierte en literatura de alto vuelo sus “memorias”, esa condensación urgente de más de 650 páginas surgida a partir del diagnóstico de la Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA), una enfermedad neurológica que debilita los músculos y que un médico definió como una especie de envejecimiento acelerado.
No hay golpes bajos. No hay queja ni lamentos. Lo que impera es una rabia lúcida, como si el diagnóstico hubiera acentuado el filo de una inteligencia revulsiva, que sabe que ahí donde se espera determinado discurso él lo esquiva o la da vuelta para clavar el aguijón de la incomodidad, como si secretamente se dispusiera a cumplir el íntimo mandato de no decir lo que todos esperan escuchar. “Hago todo lo posible por no hablar del tema: no quiero convertirme en ay pobre qué mala suerte tuvo; ay qué pena qué mal lo debe estar pasando. No quiero convertirme en ese héroe de la época: la víctima. No quiero que me traten como un héroe victorioso: para bien y para mal, un condenado. No quiero esa deferencia melancólica. No quiero que los que me quieren me vean con tristeza. No quiero que al verme vean al muerto. Mientras siga vivo quiero seguir vivo”, plantea en las primeras páginas de uno de los grandes libros publicados en 2024.
“Mopi”, como lo llamaban en su típica familia de izquierda atravesada por la militancia en el Partido Comunista, es el hijo de Antonio Caparrós, médico psiquiatra español exiliado por el franquismo, y la médica y psicoanalista feminista, Martha Rosenberg, una de las fundadoras de la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto Legal, Seguro y Gratuito. Caparrós hijo tuvo como maestra jardinera a Norma Arrostito, militante Montonera que fue asesinada en la Escuela de Mecánica de la Armada, “el matadero más cruel de nuestra historia”. Estudió en el Nacional Buenos Aires y ahí empezó a militar en el Movimiento de Acción Secundaria (MAS), un grupo que estaba controlado por las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR). Pero antes con su padre había estado en Puerta de Hierro y conocido a Juan Domingo Perón. El "brujo" José López Rega le sirvió al futuro periodista y escritor -que estaba junto a su hermano menor, Gonzalo- un café con leche, que nunca tomó.
Aunque quería ser fotógrafo y escribía poemas, ingresó a Noticias, el diario financiado por Montoneros donde escribieron Rodolfo Walsh, Juan Gelman y Paco Urondo, y el pibe que empezó sirviendo café un día se animó a escribir una noticia y no paró. El exilio en el '76 en París, donde se licenció en Historia, el supuesto affaire con el escritor Juan José Saer (“no recuerdo que me haya penetrado, pero tampoco estoy seguro de que no”); el regreso con la democracia y el programa radial con Jorge Dorio, Sueños de una noche de Belgrano, su trabajo en Página/12 y la crónica que escribió, titulada “Videla boca abajo”, cuando descubrió, gracias a un comentario de la escritora Liliana Heker, que el exdictador Jorge Rafael Videla, indultado por el entonces presidente Carlos Saúl Menem, solía correr en la Costanera Sur.
Desde Madrid, donde vive con su pareja, la periodista y actriz española Marta Nebot, Caparrós confirma que está escribiendo “más que nunca”, una productividad que se debe a la enfermedad que no mencionará en ningún momento el escritor que ha publicado más de 45 libros, entre ficción y no ficción, con títulos destacados como La Historia, A quien corresponda, Los Living, Larga distancia, El Hambre, Lacrónica y La voluntad. Una historia de la militancia revolucionaria en la Argentina, coescrito con Eduardo Anguita.
-Antes que nada lo empezaste a escribir con el diagnóstico de la enfermedad. ¿Cómo fue esa escritura en la que la urgencia tiene que ver con la muerte?
-Muchos de mis libros retoman temas que tienen que ver con la muerte. Me pregunté si tenía que ver con el hecho de que a una edad en que no suele suceder la muerte estaba muy cerca. A los 18, 20 años, muchos de mis amigos se murieron, los mataron, y quizá por eso, o por vaya a saber por qué, muchos de mis libros tienen que ver con la muerte. Pero una cosa es escribir o pensar sobre la muerte, y otra sobre “mi” muerte: ahí el posesivo lo hace totalmente diferente. En este caso, tenía ganas de hacer una especie de revisión de lo que había hecho hasta ahora, porque me da la sensación, por lo que me dicen, de que no voy a hacer mucho más.
-En los años '70, una parte importante de la sociedad creía que había un futuro que se podía cambiar. ¿Por qué se perdió la idea de futuro?
-A lo largo de la historia hay momentos en que cada sociedad tiene una idea de cuál es el futuro que querría y momentos en que no lo tiene. Por distintas razones: porque han llegado al futuro que deseaban o porque han fracasado. El futuro es una construcción compleja que se hace a partir de muchos retazos que se van amalgamando hasta el momento en que una parte importante de una sociedad dice: “nosotros querríamos que nuestro futuro fuera de tal y cual manera; vale la pena pelear por esto”. Aquello que era el proyecto de futuro hegemónico a lo largo del siglo XX, la idea de sociedades más igualitarias y más justas, en la mayor parte de los casos fracasó, creó dictaduras y no generó más igualdad ni más justicia.
-¿Cómo explicás que la izquierda haya perdido su capacidad básica de reunir a los insatisfechos y ofrecerles un futuro mejor?
-En la Argentina y en otros países de América latina tiene que ver con que gobernaron durante los últimos veinte o veinticinco años grupos o corrientes que se decían de izquierda y que no produjeron las mejoras que la izquierda normalmente prometía. Cuando millones de personas se sintieron insatisfechas con lo que estaban viviendo, identificaron esta situación con la izquierda. En la Argentina, sin ninguna duda, diría que no fue realmente la izquierda. Nunca me pareció que el kirchnerismo fuera de izquierda, como el kirchnerismo decía que era. Hace quince años o más, yo decía que el efecto a largo plazo de lo que estaba pasando sería que cuando se hablara de redistribución de la riqueza, de igualdad, mucha gente se iba a espantar o se iba a reír. Y es lo que está pasando ahora.
-En un momento del libro mencionás una reunión en la casa de Fito Páez, durante los años del menemismo, con Cecilia Roth, Ricardo Piglia, Liliana Herrero, Horacio González y Alan Pauls, entre otros, y planteás que los intelectuales cuando quieren intervenir ante “el desastre nacional” muestran su “ineficacia extrema”. ¿Por qué se produce este divorcio entre las intervenciones de los intelectuales y la vida política?
-Habría que preguntarse quiénes son ahora los que clásicamente se llamaban intelectuales en nuestras sociedades. Los escritores tienen un papel social infinitamente menor que en esa época. No sé si ahora podemos seguir llamando intelectuales a los escritores. Quizá sea mucho más intelectual hoy el dueño de casa de aquel día, Fito Páez, que cuando sale a un escenario tiene diez mil personas adelante, que nosotros que escribimos y hablamos para doscientas personas.
-En el último tiempo tuviste intervenciones significativas en X cuestionando a Javier Milei. ¿Te parece que hoy esa función intelectual se canaliza mejor por las redes sociales?
-No sé qué decir… Por un lado, creo que sí, pero muchas veces tengo dudas de si no estamos hablando siempre para los mismos, convenciendo a los convencidos. Ahora, con la intervención dentro de X de tantos trolls, apareció Bluesky como otra red alternativa y muchos nos fuimos a ver qué pasaba ahí. Pero cumple demasiado con ese papel de “club de amigos” donde nos decimos lo que queremos escuchar y nos quedamos contentos y tranquilos.
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