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Un país muy caluroso, donde hay palmeras, monos y papagayos. Tamara, una mujer bielorrusa, definió así a Argentina, el lugar en el mundo que eligió para emigrar después de una sesión espiritista en Gómel, ciudad del sudeste de Bielorrusia, cercana a Chernóbil. La definición la leyó en un libro sobre América Latina que sacó de la biblioteca pública. Valeri, su marido, al menos tenía una referencia futbolística ineludible: Maradona. Cuando llegaron a Buenos Aires, en septiembre de 1996, la más pequeña de la familia vio muchas autopistas y descubrió que había otra manera de hablar y de vestirse. Entonces el país que recibió a su familia dejó de ser esa “isla con papagayos” que imaginó la hasta entonces “niña soviética”.
La intensa mirada de la poeta, narradora y editora Natalia Litvinova brilla como si tuviera ese insecto capaz de irradiar luz en sus pupilas. Como la obsesionan los comienzos porque están “perdidos”, como revela en su primera novela Luciérnaga, con la que ganó el Premio Lumen de Novela, volvió “allí donde todos pasan de largo” (Tao Te Ching) para reconstruir esa infancia marcada por la radiación que diseminó el que es considerado el peor accidente nuclear de la historia y cómo fue la pérdida del primer hogar y el desarraigo.
Infancia radiactiva
Cuando Natalia nació, el 10 de septiembre de 1986, casi cinco meses después del estallido en Chernóbil, la Unión Soviética, que estaba a punto de desintegrarse, “ya era una bestia herida que se arrastraba hacia su final y la desesperación se veía en los rostros de la gente”, cuenta la escritora en el comienzo de Luciérnaga, título que refiere a las personas que fueron evacuadas debido a la explosión en la central nuclear, pero también alude a quienes vivían en los lugares cercanos, afectados por la radiación esparcida por los vientos y las lluvias. “Cuando era niña creía que por las noches la radiación salía de mí e iluminaba el cuarto como una pequeña lámpara. Estudiaba minuciosamente mis extremidades, tratando de adivinar si faltaba mucho para que los poros se dilataran y liberaran un polvillo fluorescente. Me cuestionaba si ese polvillo me haría daño al abandonar mi organismo y si ese daño se propagaría”, recuerda la narradora en uno de los capítulos de esta novela luminosa y radiactiva que logra captar los pliegues más íntimos de las pequeñas historias tejidas sobre el trasfondo político de sus primeros años de vida, que coincidieron con la recesión económica y el fin de la Unión Soviética.
“Mientras en la tele mostraban a un hombre rompiendo a martillazos el Muro de Berlín, mi madre y sus amigas sacaban de los baúles las cortinas de seda, las sábanas y los manteles de encaje que les habían dado sus madres para que pasaran de generación en generación. Y con esa tela nos cosían ropa a nosotros, sus hijos todavía sin memoria”.
La poeta y flamante novelista bielorrusa-argentina le dio un cuaderno a su madre para que le escribiera relatos sobre su vida. De ese cuaderno sacó un montón de historias que resignificó a través del tamiz de la ficción. “Hay muchas cosas que no entraron en la novela porque también me habló de sus abuelos, de la guerra y de los partisanos, y ya era un montón -reconoce la escritora a Página/12-. Entonces me dije: vamos con la radiación y a tomar a la familia como punto de partida y vemos después qué historias pueden mirar hacia atrás y permitir que se cruce en el presente con mis reflexiones sobre la escritura”.
La primera versión, unos treinta páginas con capítulos condensados, la leyó el escritor Martín Sancia Kawamichi. “Acá tenés una novela”, le dijo y le preguntó por un capítulo que le llamó especialmente la atención: “¿Esto fue una conversación con tu mamá”. Natalia respondió que sí y Kawamichi quiso saber: “¿Por qué no está la voz de tu mamá?”. Ella, con una honestidad brutal, le contestó: “Nunca escribí una conversación, vengo de la poesía”. La sugerencia del escritor fue que se animara a escribir diálogos. Entonces escribió como diez conversaciones con Tamara, su madre, ese personaje adorable y contradictorio, una especie de heroína soviética de la vida cotidiana, que abre y cierra Luciérnaga.
Escribir para caminar hacia atrás
En el final de la novela, emerge el diagnóstico de una enfermedad que aqueja a Tamara. “Un día la llevé al médico y mi mamá decía: ‘yo no tengo Parkinson’. Y el médico le decía: ‘sí, señora, usted tiene Parkinson’. Mi madre no tiembla mucho, pero tiene rigidez y no puede caminar hacia atrás. Y le hizo esta prueba: le agarró su mano y con los deditos índice y el del medio, como si fueran dos patitas, le pidió que caminara hacia atrás. Mi mamá no pudo caminar hacia atrás con los dedos de las manos. Y me sorprendió mucho”, confiesa la autora de los libros de poemas Todo ajeno, Siguiente vitalidad, Cesto de trenzas, La nostalgia es un sello ardiente y Soñka, manos de oro, entre otros. Después de esa primera visita al médico, Natalia regresó a su casa y se le ocurrió uno de los fragmentos más bellos de la novela: “Escribo porque no puedo tejer piernas más fuertes para mi madre. Escribo porque yo sí puedo caminar hacia atrás por ella. Narrar es alargar la lengua, elongar el presente para que se toque con la leyenda. Narrar es también tirar del hilo y deshacer un tejido”. Tamara nunca regresó a Gómel porque le tiene pánico a los aviones. Ahora, Parkinson mediante, no podría aguantar estar veinticuatro horas en los estrechos asientos que padecen la “clase turista”, el proletariado aéreo. “Mi madre está todo el tiempo volviendo desde el recuerdo porque no puede volver; por eso es tan nostálgica y melancólica”, subraya su hija.
Natalia regresó a Gómel en 2017. Primero pasó por Rusia, que no conocía. “La Rusia que conocí fue el aeropuerto porque de Bielorrusia fuimos a Moscú y en Moscú nos subimos al avión que nos trajo a Buenos Aires -repasa las escalas de un itinerario que estableció un antes y un después en su vida-. Gómel es una ciudad muy tranquila, muy plena de naturaleza; caminás un poquito y tenés un bosque, un parque muy verde, muy hermoso. Cuando llegamos a Moscú solo para ir al aeropuerto, por lo poco que vi me dije: ‘yo no podría vivir acá’. Esa es la primera sensación que tuve de Moscú, una ciudad grande, con mucha gente. Cuando llegamos a Buenos Aires, sentí exactamente lo mismo”, compara con una sonrisa que parece extirpar el drama de mudarse de ciudad, de país y de lengua. En ese viaje alquiló un departamento muy cerca de donde vivió hasta los 9 años. Desde la ventana de su habitación sentía que veía fragmentos de su infancia y le resultó “fascinante” el reencuentro con las ardillas y con los pinos.
“Cuando era chica, podía entrar a cualquier edificio. No había ni llave; era lo normal en los edificios soviéticos. Cuando llegué en 2017, se había modernizado y no pude entrar al edificio donde habíamos vivido. No conocía a nadie. Quería ir al sexto piso y ver la puerta de entrada de la que había sido nuestra casa. Después fui al parque al que iba con mi padre. En la novela menciono un monumento a los caídos que contiene los huesos de los soldados anónimos. Los niños lo usábamos para deslizarnos como si fuera un tobogán. No teníamos conciencia de que era un espacio para la memoria”, explica la escritora con un gesto de asombro eclipsado por una especie de lamento por haber profanado, sin saberlo, ese sitio. “Todo me parecía un poco más chiquito; por ejemplo el recorrido de mi casa hacia la escuela, que hice en diez minutos, pero que en mi cabeza era como una hora y media de caminata”.
El hombre que veía nazis
Valeri, el padre de Natalia, era un hombre de campo que nunca se adaptó a Buenos Aires. “Mi padre era muy apegado a sus padres, no se sentía cómodo en Argentina, y no quería aprender el español. Escribí muchas cosas sobre mi padre que decidí sacarlas de Luciérnaga para otra novela sobre él”, anuncia para alegría de las lectoras y lectores. “Mi papá masajeaba; su trabajo acá consistía en masajear a gente rica, y le estaba yendo muy bien. Pero él no quería aprender el español; entonces yo lo acompañaba y hablaba por él o le traducía lo que le decían; era una cosa un poco bizarra. Pero como era una niña muy curiosa, me parecía fascinante ver las casas en las que vivía la gente rica, en San Isidro, Olivos, Belgrano R. Mi papá no necesitaba nada para hacer sus masajes: era cuerpo a cuerpo. Pero a veces la persona le quería decir algo y yo estaba ahí traduciendo”.
De pronto él empezó a ver nazis entre sus vecinos de Coghlan. Valeri tuvo una suerte de brote psicótico, según conjetura su hija. Como no estaban bien económicamente, solo podían comprar un pasaje para que regresara él solo a Bielorrusia. Su mujer, Natalia y su hermano se quedarían en Buenos Aires. Valeri se fue a vivir a la casa de su madre Elena, la abuela de Natalia. El contacto paterno fue a través de cartas y las tarjetas de cumpleaños que le enviaba a su hija. Dos años después de “volver con la frente marchita”, el padre de Natalia murió. “Nos enteramos de su muerte por una carta, que además llegó a una casa donde ya no estábamos viviendo”, aclara Natalia. El mismo día de los atentados a las Torre Gemelas, el 11 de septiembre de 2001, Tamara pasó por la casa de Coghlan a buscar correspondencia. Ahí encontró una carta de la abuela Elena en la que les informaba de la muerte de Valeri. En ese mundo todavía analógico la noticia de una muerte llegaba demorada.
En el viaje de 2017 fue hasta el cementerio rural, a más de una hora de Gómel, donde está enterrado su padre y también ahora su abuela paterna. “Nos costó llegar, pero me pareció bellísimo. Ahí está la tumba de mi abuelo Pedro, la tumba de mi padre Valeri, y ahora también la de mi abuela Elena; están los tres juntos”, comenta la escritora que tuvo la necesidad de despedirse de ese padre al que no pudo enterrar a tantos kilómetros de distancia. “Mi abuela paterna no tuvo una buena relación con nosotros, quedó muy dolida cuando nos fuimos”, declara la nieta. En el cementerio se encontró con una tumba llena de flores naturales, un campo con un caballo pastando, un lago con renacuajos. “Era demasiado precioso”, confirma sin temor a usar un adjetivo que suele estar a contrapelo del imaginario que se suele tener sobre los cementerios. “Justo las tumbas de mi papá y mi abuelo están mirando hacia un bosque”.
Luciérnaga es una novela más sobre la madre de Natalia, aunque su padre aparezca también. “La historia de mi padre aporta algo sutil y emotivo que es muy importante señalar: los efectos en el cuerpo por el hecho de haber dejado un país. Cada uno se lo toma como puede porque mi mamá fue más fuerte, quizás no le quedaba otra por ser ese tipo de mujeres remadoras que quieren lograr lo que se proponen. Pero a mi padre no se le dio tan fácilmente, era reticente al idioma, no lo entendía ni quería aprenderlo, pensaba todo el tiempo en sus padres y creo que se vio afectada su salud mental”, sugiere la poeta que asistió al taller de Javier Galarza (1968-2022), donde escribió su primer poemario, Esteparia y con quien escribió el libro Cuerpos textualizados.
La madre de Natalia decidió venir a la Argentina por una especie de juego de la Ouija bielorruso. “Al menos por lo que me cuenta mi madre es un juego similar. Al principio no lo había puesto en la novela porque pensé que no lo iban a creer. Martín Sancia Kawamichi me dijo que eso tenía que estar. Esas amigas de mi madre, que era muy diferentes, me revelaron otra forma de ser mujer. Mi madre era más rígida, más controladora, tenía esa cosa muy perfecta, era más la mujer soviética. Cuando me llevaba a las casas de esas amigas, un departamento que olía con otro perfume, me estaba mostrando que había otro tipo de mujeres y que ella era muy amiga de ellas y que estaba todo bien -reflexiona la escritora-. Rusia es un país muy pagano, muy campestre, muy agrícola todavía. Mi madre me contó que se entregó a jugar ese ritual del plato y la respuesta que recibió sobre adónde debería mudarse fue arrolladora: Argentina”.
La familia llegó el 9 de septiembre de 1996 a Buenos Aires y al día siguiente Natalia cumplió 10 años. “El mundo me quedó partido en dos no solo porque empecé a vivir otra vida en otro país, sino porque me sentí mucho más sola y desprotegida y no sé si eso fijó más los recuerdos anteriores, como que mi memoria necesitó abrazarse a los recuerdos como si fueran fotografías que se pueden perder”, plantea la escritora y agrega que Luciérnaga es “como un álbum de fotografías que existieron” y que escribió la novela porque quería “recuperar recuerdos para el futuro porque tenía miedo de perderlos, como quien pierde la voz de alguien que murió”.
Cuando hace dos años murió el poeta Javier Galarza, un maestro crucial para Natalia, el tsunami emocional se completó con su separación y el diagnóstico de Parkinson a su madre. “Como no tenía adónde ir a vivir y mi mamá necesita ser cuidada, me mudé con mi mamá, volví con ella a la casa donde crecí y pasé mi adolescencia en Florida”, repasa Natalia la antesala de lo que desembocaría en la escritura de su primera novela. “Entonces empecé a conversar con mi mamá, a ver viejas películas, a escuchar canciones, y ella me dijo: ‘tenés que escribir una novela’. También me preguntaba por qué me había separado, por qué no tengo hijos, y le dije que iba a transcribir todas las conversaciones que teníamos, así que ojo con lo que me contaba”. Entre la poesía y la novela hubo una especie de “transición” porque la escritora estaba probando con poemas cada vez más narrativos, como se puede comprobar en La nostalgia es un sello ardiente, donde habla de la migración y de una amiga que dejó en Bielorrusia con la que no volvió a tener vínculos. En esos poemas trató de imaginar la vida de esa amiga adulta, ya casada y con hijos.
El hermano de Natalia tiene problemas de salud, pero no sabe si es por la radiación. “Le salen como unos globitos debajo de la piel; se los opera y se los va sacando. Mi hermano está lleno de cicatrices, algo que ya me parece poético, ¿no? Él no pudo elaborar lo que nos pasó porque es un hombre más soviético que yo -compara la escritora-. Él tenía 13 años cuando llegó a Argentina y le pegó fuerte dejar a sus amigos. El cuerpo de mi hermano habla a través de las cicatrices. Yo elaboré el duelo por dejar el país de mi infancia con la escritura”.
La madre de Natalia Litvinova se puso muy contenta cuando su hija ganó el Premio Lumen. “Mi madre es muy dramática y tiene miedo por la inestabilidad de la Argentina, siempre nos dice a mi hermano y a mí qué va a ser de nuestras vidas. Mamá, ya somos grandes, le decimos, pero ella nos ve como si fuéramos seres chiquitos e indefensos, y a veces se lamenta y dice que no sabe adónde nos trajo. Pero a mi mamá le gusta mucho Argentina porque le dio muchas libertades y muchas cosas que no hubiésemos tenido en Bielorrusia. Hay días en que se lamenta y otros en que se alegra de estar en Argentina y esa contradicción es algo que me encanta de mi madre”, plantea la escritora. Tamara hace cuatro años que no sale de la casa en la que vive porque tiene miedo de caerse y romperse los huesos. “El otro día me dijo algo que me pareció maravilloso: ‘me estás haciendo caminar; soy famosa sin haber salido de la casa’. Me pareció muy linda esta observación esto de que alguien pueda vivir a través de un libro, que es lo que hacemos los lectores, vivir otras vidas, y los escritores también, pero que lo haya percibido ella me pareció bellísimo. Ahí me di cuenta de que había escrito un libro para ella. Luciérnaga es también un regalo a mi madre para se quede tranquila”.
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