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Algo empujó a los colonos a moverse hacia el Nuevo Mundo. Algo había detrás de las misiones religiosas que comenzaron a llevar la misericordia, la letra, pero también cierto modo de la violencia -que criticaban o acompañaban los sacerdotes- a nuestro amplio continente. Algo disparó la llama de la revolución a comienzos del siglo XX en la todavía feudal Rusia, algo que venía pensándose desde el siglo XIX y que adornaba sus grandes obras literarias. Y ese algo no era ni el lucro, ni el cumplimiento de órdenes, ni la ambición de poder. Esas cosas, que sí estaban, se encontraban siendo matizadas constantemente por un concepto que es sinónimo de Occidente, aunque también, habría que decirlo, es patrimonio de la humanidad toda, de lo que nos distingue de todo lo otro, animal o vegetal, y que marca nuestra naturaleza contradictoria, nuestras mentiras útiles, nuestro último deseo. La civilización es más que un término, es la casa matriz de todos los otros términos con los que nos hemos pensado desde la Ilustración en adelante, inclusive nosotros, aquí en el sur, herederos de los planes de conquista, colonización y afán de lucro de uno de los muchos pueblos europeos que se arrogaron el término. Decir “civilización” es plantear una vara que mide todas nuestras reacciones y signa también el destino de nuestro más inmediato presente. Eso atraviesa precisamente las páginas de Civilización: Historia de un concepto de José Emilio Burucúa. El prestigioso investigador y ensayista parte de una inquietud aparecida durante la pandemia que lo llevó a un trabajo de cinco años en torno a la pregunta por la naturaleza específica de lo que llamamos “civilización”, primero, con el afán de entender a qué se refiere la noción para, luego, apuntar a una posible proyección a futuro de lo que podría significar. Pero la tarea de descubrir el significado del término, la primera mitad de su idea, implicó no sólo más trabajo, sino también puntualizó la búsqueda específica de Burucúa: el ensayo que había comenzado a preparar era más que nada una tarea etimológica que implicó la revisión de numerosos textos que planteaban conceptos que excedían al sentido tradicional de lo civilizado, idea fundamental para entender el espíritu iluminista del siglo XVIII, pero también para entender las dicotomías del siglo XIX, las retracciones del XX y las inquietudes de nuestro joven siglo XXI.
Civilización no es “historia”, pero se puede hacer una historia del concepto, o sea, una revisión filológica de sus orígenes, de sus primeros usos, y una reformulación de un posible sentido de base que, desde la óptica del investigador, haría las veces de manual de uso para la exploración, tanto en el campo de las letras como en aquello que parece desbordarlas. Porque, a diferencia de la historia, la civilización es algo que va más allá de lo alfabético, de ahí que podamos hablar de civilizaciones que no conocieron la escritura sino tarde en su vida, como sucede, por citar solo un ejemplo, con el mundo griego de la Antigüedad. “Los ítems de reconocimiento de un horizonte de civilización los extraje de a poco, a partir de lecturas que tenía que hacer para mis clases”, comenta Burucúa acerca de la toma de posición que queda planteada en el primer capítulo del libro, su índice de cinco elementos que le permiten establecer la presencia de una cultura civilizada. “Lucas Rubinich me convenció de que la domesticación de los guerreros es la primera clave de bóveda de cualquier proceso en el cual los seres humanos, que compartimos costumbres, lenguas e historia, empezamos a plantearnos la posibilidad de destinar parte de nuestras vidas a construir períodos de libertad, en el sentido marxista del término y el procedimiento. Realizar actividades en apariencia superfluas, que pueden trascender la casi perpetua búsqueda de la satisfacción de nuestras necesidades básicas: alimentarnos, resguardarnos, vestirnos y reproducirnos. Lo superfluo puede devenir también necesario a fuerza de repetirlo y consolidar el espacio de la libertad. La civilización arranca cuando existe la suficiente paz interior en una comunidad, que sólo la aceptación del sometimiento a una autoridad diferente de sí mismos por parte de los defensores hace posible. Entonces, se abre el horizonte de lo superfluo, libre y gozoso, y quienes lo experimentan se ponen a pensar cómo ensanchar el campo social de esos disfrutes. Las primeras manifestaciones de lo fútil habrían sido, según Jack Goody, el cultivo de las flores, hermanado con el desarrollo de la gastronomía, el segundo punto a considerar. Y la invención de la poesía lírica, un género literario que no tiene por fin satisfacer ninguna necesidad de autorrepresentación social, sería el tercero. Finalmente, la traducción y la organización burocrática de la piedad se me aparecieron como las instancias de regreso intenso a la construcción de comunidades amplias, libres ya de cualquier imposición por parte de los guerreros”.
CUESTIÓN DE MÉTODO
Burucúa lleva adelante una tarea que parece titánica, pero que al mismo tiempo explica la construcción del estilo del libro. Civilización se mueve en capítulos ordenados cronológicamente, pero saltando de un punto a otro del orbe con el fin de ver de qué manera la idea que da título al trabajo permite pensar el desarrollo de las culturas americanas, sino-japonesas, africanas, oceánicas, más allá de las tensiones en el propio mundo europeo, cuna de la palabra. Los usos que autores tan visitados por las plumas argentinas como Nicolás de Condorcet, el “suicidado” por la Revolución francesa, o François Guizot, pensador vinculado a la monarquía burguesa de Luis Felipe y figura recurrente del Facundo de Sarmiento, conviven con la recuperación de pensadores poco mencionados por las lecturas locales, salvo en el terreno de los especialistas, como Fukuzawa Yukichi, quien a finales del siglo XIX pensó la relación del mundo japonés con el ideario emancipador de los civilizados, o Angelo Soliman, recuperado a partir de la mención que realiza el abate Grégoire de la vida de este kanuri de la región de Sokoto, al noroeste de la Nigeria actual. Capturado y vendido como esclavo, se convirtió en sirviente de una marquesa de Mesina. La noble siciliana, luego de enseñarle varias lenguas, lo regaló al gobernador imperial de la región, Johann Georg Christian de Lobkowitz. De amo en amo, logró la emancipación y terminó por hacerse confidente del emperador José II, quien habilitó su ingreso a la logia masónica de la Verdadera Armonía en 1781. Pese a todo, muerto en Viena en 1796, su cuerpo fue disecado y expuesto, sin misericordia o consideración, como prototipo del ser humano salvaje en el edificio de la colección imperial de historia natural. ¿Cómo medir el grado civilizado de una cultura que se expandió a lo largo del mundo si los resultados son, precisamente, bárbaros?
De Theodor Adorno y Max Horkheimer en Dialéctica de la Ilustración, pasando por el señero trabajo de Norbert Elias, El proceso de la civilización: Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas (1939), atravesando el advenimiento de los fascismos del siglo XX hasta llegar a las críticas poscoloniales del último tramo del período, paradigma que alimenta gran parte de las investigaciones en Humidades contemporáneas, la revisión de los límites del concepto de civilización es parte también de la propia historia de su desarrollo. Así como el término aparece en el siglo XVIII con su sentido definitivo, hasta mitad del siglo XIX pueden encontrarse trabajos que van pensando la manera en la que una comunidad “pulida” (uno de los sentidos del término), esto es, con sus costumbres entrando en un período de sofisticación y perfeccionamiento, con el correspondiente desarrollo de la poesía lírica, las traducciones, la misericordia (un verdadero hallazgo de la lectura de Burucúa, el non plus ultra de la retracción del espíritu guerrero), ingresa en su período de crisis y transformación con el desarrollo del capitalismo de tipo imperialista, sustentado sobre la dicotomía que hiciera famosa el sanjuanino: “civilización o barbarie”.
El siglo XX, por el contrario, será el momento de (auto) crítica y apertura de la noción, retracción civilizatoria en las potencias que invita a pensar en alternativas al evidente estancamiento de la emancipación prometida por los filósofos ilustrados. Pero, también, será el período del uso del término por parte de las potencias en claro intento del dominio mundial, desde las naciones fascistas hasta el modelo capitalista, el cual impulsó, en el último cuarto del siglo XIX y comienzos del siglo XX, aventuras disparatadas que buscaban el lucro y la imposición, por la fuerza, del mercado y el progreso. Trenes, tendidos eléctricos, conquista del oeste: nada explica mejor ese espíritu que la cromolitografía que hiciera John Gast, artista de Brooklyn, en 1872. Con el nombre de “American Progress”, en ella se ve a una mujer vestida de toga, que recuerda los tiempos de la Antigüedad clásica, moviéndose hacia el oeste, tendiendo los cables que llevarán la electricidad al mundo incorporado a la civilización. Su reverso habría que encontrarlo en la segunda mitad del siglo XX, en Argentina, en la pieza de arte plástico de León Ferrari, “La civilización occidental y cristiana” (1966), con un Jesús crucificado a un bombardero.
Civilización es un libro de espíritu filológico, que toma puntos de tensión de un término, pero que lo hace siempre preguntándose por el presente, con la inquietud del hoy. De ahí que, para José Burucúa, el término esté siempre abierto a posibles revisiones, nunca cerrado, sino en un ida y vuelta con situaciones puntuales, historias casi a la manera de anécdotas, que pueblan un libro incisivo, preciso, pero no por eso de difícil tránsito.
La ligereza narrativa se complementa de una manera casi única con una erudición deslumbrante, bien en la tradición de dos amigos de Burucúa, Roger Chartier y Carlo Ginzburg. “En la actualidad, no necesito esforzarme demasiado para caer en la cuenta de que Putin, Hamas y Netanyahu restauran rápidamente la centralidad y el poder de los guerreros, para no referirme a la interminable carrera armamentista de las grandes (Estados Unidos, China, la India desgraciadamente post-gandhiana) y pequeñas potencias militares (Irán, la propia Israel, Pakistán, etc.)”, concluye Burucúa en relación al momento actual, en donde parece que el autocontrol de las fuerzas bélicas parece haberse perdido para entrar en un estado de guerra total, como un adelanto de lo que se percibe como un fin de la civilización, casi. “Ignoro qué sucederá. Los historiadores somos pésimos profetas. Mejor describir el peligro y advertir sus posibles consecuencias”.
>Fragmentos de Civilización, de José Emilio Burucúa
PRIMERA VEZ
Debemos regresar a mediados del siglo XVIII y referirnos, finalmente, a la primera aparición del sustantivo “civilización”, estado y proceso sociocultural al mismo tiempo que, a partir de entonces, nunca más desapareció del horizonte. Lucien Febvre, en 1929, llegó a rastrearlo hasta el libro L’Antiquité dévoilée par ses usages, obra de Nicolas-Antoine Boulanger publicada póstumamente en 1766. Boulanger murió en 1759, de modo que Febvre creía, acertadamente, en la necesidad de seguir explorando las fuentes anteriores a ese año. Lo cierto es que Boulanger había escrito en el último tomo de su libro la frase siguiente: “Cuando un pueblo salvaje se hace civilizado, nunca hay que poner fin al acto de la civilización dándole leyes fijas e irrevocables; es necesario hacerle observar la legislación que se le da como una civilización continua”. Si se tiene en cuenta que “civilizar” existía, desde el siglo XVII por lo menos, como un término jurídico que designaba el paso de un asunto criminal a la órbita del derecho civil, se advierte en la cita de Boulanger un lazo entre el nuevo sustantivo y la antigua pertenencia jurídica. No obstante, el detalle de resaltar lo continuo del acto civilizatorio ha introducido ya un elemento dinámico en el campo semántico del término, que puede ser entendido como un proceso abierto y no como un estado fijo del espíritu de la sociedad.
De todas maneras, Émile Benveniste, en un escrito de 1954 de homenaje a Febvre, siguió indicaciones del lingüista alemán Joachim Moras y finalmente dejó establecida (hasta ahora) la fecha más remota de nuestro empleo corriente de la voz “civilización” en un libro de Victor de Riquetti, conde de Mirabeau, publicado en 1757: L’Ami des hommes ou Traité de la population. Era un texto de economía política y demografía, combinación de campos del saber bastante habitual a lo largo de dos siglos. Lo cierto es que el libro de Mirabeau tuvo un éxito fulgurante. Allí se encontraba, rollizo y recién nacido, el término “civilización” con la acepción básica que todavía le damos, pero que se muestra, en este caso, unido a la idea y la práctica de la religión. Pero adviértase que, según hemos visto ya en citas de Montaigne, de Antoine-Yves Goguet, del caballero Jaucourt, del abate Raynal, el tándem politesse-civilité (o directamente “civilización” en la cita del abate, por cuanto nos adelantamos algo en el tiempo en nuestra exposición para completar el pequeño análisis de la Historia de las dos Indias) presentaba una faz pública de apariencia luminosa y, al mismo tiempo, escamoteaba una faz oscurecida por la hipocresía. Tal ambivalencia del significado y del concepto de civilización fue una constante hasta la segunda mitad del siglo XIX, es decir, hasta la era de los imperialismos europeos cuando se procuró legitimar la invasión y conquista de territorios inmensos en África y en Asia en nombre de la superioridad de la civilización cuyas naciones se beneficiaban de semejante violencia.
UN HIERRO CANDENTE
Ya en 1875, un gran intelectual, perteneciente a una familia de samuráis de la provincia de Nakatsu al norte de la isla Kyushu, Fukuzawa Yukichi, publicó un libro único en nuestra historia, Esquema de una teoría de la civilización, claramente inspirado en las obras de Guizot y Buckle. La obra presenta una visión universal del tema y, aunque reconoce la superioridad europea y estadounidense en el campo de la ciencia, afirma la pertenencia de la sociedad japonesa al estadio de la civilización. Europa y Japón habían tenido procesos diferentes, autónomos y prácticamente incomunicados de desarrollo hasta que, en julio de 1853, el comandante estadounidense Matthew Perry se presentó con una pequeña armada en la bahía de Edo, hoy Tokio, y obligó al imperio a abrir sus fronteras al comercio con Occidente. “El pueblo sufrió una sacudida súbita; el sentimiento público fue precipitado en la confusión”. Nuestro autor recordó la única y anterior importación de una influencia extranjera en su país, la introducción desde China, por la vía de Corea, del confucianismo y el budismo entre los siglos V y VI. Claro que estas religiones y sistemas de pensamiento solo se distinguieron de las instituciones japonesas en una cuestión de grado, no habían resultado demasiado ajenas a los antepasados de Fukuzawa. Nada semejante ocurrió en el siglo XIX respecto de la presencia de los nuevos extranjeros, llegados desde el otro lado de la Tierra, portadores de su propia “civilización indígena” (la europea), cuyos elementos culturales no eran únicamente “nuevos y exóticos” para los japoneses, sino “extraños y misteriosos”. El símil usado por Yukichi, muy poético, remitía a una suerte de catástrofe acaecida en lo más íntimo de la mente de su pueblo: “Un hierro candente ha sido arrojado de golpe al agua fría y congelada. No solo se producen ondas y burbujas que atraviesan la superficie de las mentes de los seres humanos, sino que se ha producido una convulsión masiva en las profundidades de sus almas”.
PARA JUSTIFICAR LA BARBARIE
La especialista María Andrea Nicoletti ha estudiado la inflexión conceptual que, ya en el siglo XX, el salesiano Alberto María de Agostini impuso a la idea del proceso de civilización en la Patagonia, continuando con las preguntas de los misioneros salesianos en la Patagonia. Todavía en 1956, año de la publicación del libro Treinta años en Tierra del Fuego, el explorador salesiano había escrito: “Para justificar estos actos de barbarie, la fantasía de los civilizados forjó exageradas descripciones de emboscadas, ataques mortíferos por parte de los indios y horribles escenas de matanza y saqueo, mientras en realidad el indio ona jamás se demostró belicoso sino para tutelar sus bienes, sus tierras y su familia. A tal punto llegó en el invasor el desprecio y el odio contra los indígenas que, para librarse definitivamente de ellos, pues eran obstáculo para la multiplicación de sus ovejas, pagaba una libra esterlina por cada cabeza humana o por cada par de orejas que se le presentara. Otros, en cambio, en nombre de la ciencia los mataban como fieras, para enriquecer los museos de Londres o de París. Y como los indios para saciar el hambre acostumbraban comer sin repugnancia también los animales muertos que encontraban por el campo, hubo quien envenenó grandes trozos de carne con estricnina para terminar más fácilmente su obra inicua de exterminio”.
Perdónese que no prosiga con el recuento de fenómenos muy semejantes en otros países de la América hispano-portuguesa. Tal vez el lector pueda recordar los hechos de su país o bien indagarlos, pero Chile se nos parece mucho en el tema de los naciones originarias de Araucania; el Brasil del siglo XIX en el episodio apocalíptico de Canudos y del Conselheiro; el Brasil de los siglos XX y XXI (todavía) en los despojos, muertes y confiscaciones padecidas por los tupí-guaraníes de la Amazonia; la Colombia actual en los asesinatos masivos sufridos por los pueblos arahuaco, nasa y awá; la Nicaragua reciente en las persecuciones contra los misquitos; el México posrevolucionario en las penurias de las etnias de Chiapas, y así siguiendo. Me animaría a encarar la cuestión a partir de la hipótesis de que nuestra palabra, civilización, fue esgrimida en el marco de las justificaciones oficiales de estas atrocidades.
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