El chamamé fue declarado recientemente por la UNESCO “Patrimonio cultural intangible de la humanidad”. Así su música tan melodiosa, al mismo tiempo alegre y melancólica, y su baile tan singular, trascendieron las fronteras de la Mesopotamia argentina, donde el chamamé surgió a mediados del siglo XIX. Después de aquella época se extendió a otras regiones del país e incluso hacia 1950 llegó a ser muy popular en Santiago del Estero, el reino supremo de la chacarera. Pero sin duda el chamamé es litoraleño (lo que significa en este caso Corrientes y algunas regiones del Chaco, Formosa, Misiones, Entre Ríos y Santa Fe) y no hay mucho más que decir al respecto.
¿Dónde reside la singularidad del baile del chamamé? Por un lado, es una de las muy pocas danzas de “pareja enlazada” del folclore argentino.
Vale la pena aclarar esta categoría: en nuestro folclore tenemos por un lado las danzas de pareja suelta, es decir, aquellas en las que hombre y mujer no se entrelazan y que constituyen la amplia mayoría; por ejemplo, la chacarera, la zamba, el escondido, el gato, la huella o el triunfo entre otras muchas. En ellas, la pareja no se toma ni siquiera de las manos, aunque esta falta de contacto físico no les quita nada de su carácter de seducción y conquista.
Y tenemos por otro lado -en minoría- las danzas de pareja enlazada, entre ellas el chamamé, pero también la ranchera, la polca correntina o el “rasguido doble”. Sin embargo, la sensualidad del chamamé es incomparable: hombre y mujer se enlazan estrechamente y se mueven al compás de un balanceo que los une en una intimidad plena de pasión amorosa. La vigencia del chamamé es indiscutible, incluso entre las generaciones más jóvenes. Dice Antonia, una señora correntina que vive desde hace muchos años en Buenos Aires y que cuando regresa a su pueblo va a bailar a los “galpones”: “el chamamé se lleva en la sangre”.
Hay algo muy curioso en la historia de este baile: se supone con bastante certeza que fue gracias a las misiones jesuíticas que el chamamé se impuso como el baile folk por excelencia de la región mesopotámica. No es que estos severos religiosos se lo hubieran propuesto; parece difícil imaginar a los jesuitas propiciando un baile poco menos que pecaminoso. Pero cuando se instalaron en aquellos territorios, uno de sus propósitos fue que los guaraníes asimilaran las culturas europeas: la lengua española, por supuesto, pero también el canto, la música e instrumentos occidentales como el violín y el arpa. Durante el largo reinado de las misiones, los jesuitas tuvieron el monopolio de las actividades culturales con un carácter fundamentalmente sacro: “No permitían –escribió el estudioso Bruno Jacovella- fiestas familiares sino públicas, con danzas, juegos y representaciones escénicas armadas por ellos y sólo en fechas especiales”.
La Compañía de Jesús fue expulsada en 1767; un siglo después, la región que dominaron durante tanto tiempo comenzó a abrirse a otras influencias y así las danzas de pareja enlazada, importadas de Europa, se pusieron furiosamente de moda: el vals, la mazurka y la polca, que fue adoptada con entusiasmo en los salones de Asunción. Toda la región se había salteado, sin saberlo, la etapa de los bailes de pareja suelta.
Podemos seguir sucintamente la siguiente cadena: la polca paraguaya se extiende hacia el sur y más tarde origina la polca correntina, que termina por descartar el arpa e incorpora primero el acordeón llamado “verdulera” y después el de dos hileras que le da un aire más “llorón”. Con la expansión del tango rioplatense hacia las provincias, la vieja polca correntina sufre su influencia: ahora es más lenta, la pareja se abraza más estrechamente –mejilla contra mejilla-, los cuerpos se encorvan y el ritmo básico juega un contrapunto, creando un efecto aparente de desarticulación. El chamamé había nacido.
El chamamé no tiene una coreografía establecida, pero sí un repertorio de pasos variados y distintas figuras de zapateo. El bailarín va improvisando con este repertorio que tiene a su disposición y, de acuerdo a sus habilidades, se permite lucir su destreza y la de su compañera. El sapukai, ese grito inimitable del paisano correntino que expresa desafío, alegría o admiración, es una parte constitutiva del chamamé.
En un trabajo publicado por la Universidad del Nordeste, la poeta y letrista Marilí Morales Segovia describía de una manera un poco dramática pero muy colorida, un retrato de otras épocas (aquí resumido) tanto del chamamé como de quienes lo bailaban: “El hombre correntino se viste cuidadosamente, calza el rebenque en su muñeca y se dirige al lugar donde tiene cita con la vida y con la muerte. Días antes la noticia del baile corrió de boca en boca en leguas a la redonda; hombres y mujeres van a caballo o a pie a la bailanta cuando cae el sol. Pueden encontrar el amor y a veces la muerte porque es allí donde las personas que durante los demás días de año trabajan separadas por distancias enormes, se encuentran con antiguos afectos o viejos rencores que el alcohol y la música harán aflorar sobre la pista. El correntino invita a la dama, la enlaza con su brazo y la lleva a través de la pista con el ala del sombrero inclinada para hablarle sin que nadie lo vea. Un chamamé “kireí” es el más estimulante para el bailarín. Un zapateo es contestado por otro; se escuchará entonces el sapucay cargado de reto. Brillarán los cuchillos, que el correntino maneja a la perfección, y es posible que un puntazo termine con alguna vida”.
WD
Fuente: https://www.clarin.com/espectaculos/musica/chamame-baile-sensual_0_hxUQ-ziRR.html