Hace unos días, cuando la república televisiva lo aplaudía de pie en la entrega de los Martín Fierro, el vivado era Antonio Grimau, no Antonio Rebolini. Las hurras eran para el que había encarnado al Sandro curtido, a ese "Gitano" último de los sueños cumplidos y del enfisema pulmonar crónico. Pocos sabían de Rebolini, ese que en 75 años fue Ave Fénix varias veces, toreó los dolores más grandes, pateó la calle y se arrancó la piel como esos animales que mudan y adquieren otros estados y formas.
-A veces, miro para atrás y me pregunto: '¿Cómo ese chico de 12 años salió de tanto dolor?'.
Su pregunta abre una zona poco transitada, habilita a conocer al otro, a uno silencioso que siguió su marcha sin hacer de las llagas su propaganda. Si Roberto Sánchez era uno distinto a Sandro, Grimau es Rebolini reconstruido, reinventado, marcado por las pérdidas, los mil oficios y la actuación metiendo las narices para salvarlo.
"Me arrepentí y me arrepiento del apellido postizo, artístico. Le hubiera hecho un buen homenaje a mi viejo. Era carnicero, mamá ama de casa. Oriundos de 25 de Mayo, se mudaron a Remedios de Escalada, donde nací yo. Yo no había cumplido los 13 y una tragedia familiar de enfermedades hizo que en siete meses murieran mi padre y dos hermanos. Y mamá al poco tiempo murió de tristeza".
"De ser los Campanelli, pasamos a ser tres hermanos desolados. Rolando, mi hermano más grande se hizo cargo de mí", cuenta. "Yo creo que fue un instinto aferrarse a la vida. La introversión era mi gran característica. Mucha necesidad de ocultar tanta tragedia. Pensaba que era humillante revelarlo. Me daba miedo decirlo". Entonces, llegó el teatro para abrazarlo. Y extirpar algunas cosas que no podía decir.
No llegaba a la mayoría de edad cuando lo contrataron como vendedor de bazar en Lanús. Después llegó el empleo en una fábrica de pastas y el desafío artesanal: moldear los fideos largos, "hacer una suerte de 'ese' con ellos y ponerlos a secar". Seis meses de "dolores de cabeza y ambiente insano, "respirando carbón". Hora de volar y seguir ganándose el pan en una fábrica de Barracas.
"En la fábrica de zapatos sacaba clavos. Hasta que ascendí a hacer limpieza del zapato, con cepillos", detalla. Más tarde, fue peón de obra: trabajos con brea líquida y acarreo de a diez kilos. Faltaban algunos años para aterrizar en "el mejor oficio del mundo". Vendedor de shampoo, pintor de brocha gorda y algunas otras changas más le hicieron impregnarse antes de una cultura distinta a la del artista.
-Quien conoció tanto el mundo del trabajo, ¿corre con ventaja después en la actuación?
-Creo que sí. Yo envidiaba a un amigo que era hijo de arquitectos o de profesores de inglés. Con los años me di cuenta de que a mí todo eso me fortaleció. Me dio más conocimiento de la vida. Finalmente terminé agradeciendo mi condición.
-¿Cuándo pudo finalmente mejorar su economía?
-Cuando llegó la televisión. El primer laburo que me dio una renta fue Un cachito de vida. Hugo Moser buscaba un actor para una tira nueva, y yo hacía dos años que dejaba fotos en los canales y nada. Yo vivía a dos cuadras de Canal 13. Me hizo una prueba de cámara. De frente, contento, de perfil, triste. Me aprobaron y recibí el primer sueldo importante. "Cambiate de camisa, venís siempre con la misma", me decía Moser. Yo no tenía otra. Ni otro jean. Y Hugo me hizo un cheque para que pudiera comprarme ropa.
-¿Y Grimau cómo nace?
-Ya había hecho algunos trabajos profesionales como Rebolini. El primer teatro que pisé fue el Charles Chaplin. No sabía al principio que era una célula del partido comunista. Escuché allí una canción, sobre el asesinato de Julián Grimau, y tomé el apellido. Porque venía del complejo desde el primario con los versitos que hacían con Rebolini.
"Los invertidos, de José González Castillo, dirigido por Alberto Ure en teatro, fue el trabajo que cambió mi vida de actor. Hasta entonces yo era el galán de Canal 9 y empezaron a tenerme en cuenta para otros papeles", juzga.
Alta comedia, Rolando Rivas, taxista, Dos a quererse. Una generación lo descubrió allí, pero el gran salto popular lo dio en Trampa para un soñador, telenovela que protagonizó junto a Cristina Alberó. "Me quedó muy incorporado algo que me dijo Gené al recibirme: 'Lo innoble sería que vivieran de otro oficio. La prioridad es el trabajo como actor'. Y yo he hecho algún trabajo actoral que hoy no haría, pero siempre fue con dignidad. Hoy me gusta seleccionar los laburos".
Hay un aplauso no teatral que Antonio atesora y revive con piel de pollo: el de la despedida a René Houseman. 2001. Estadio de Huracán. Grimau no rozó la pelota, pero en el historial de los amistosos su apellido quedará de alguna forma tatuado. Sobre el final, unos barras quisieron arrancarle los botines y las medias. No pudieron. Tampoco pudieron detener el abrazo más largo del mundo entre ese que César Luis Menotti definía como intermedio entre Maradona y Garrincha y éste que se define como "un Miguel Ángel Brindisi" en lo suyo.
Brindisi era, además de goleador, elegante, refinado. ¿Por qué compararse con él? "Tengo un buen nivel, pero nunca me atrevería a compararme con Maradona o Messi", explica. "Soy muy seguro de mí mismo. Desde el primer día en que subí al escenario, mostré una convicción, como Miguel. Confieso que durante cinco años me sentí más jugador de fútbol que actor. En una época jugábamos con colegas a beneficio en canchas profesionales. Nos vestían las marcas profesionales. Yo pesaba 69 kilos. Era un cinco retrasado, casi un defensor. Como no era habilidoso, estaba condenado a ese puesto".
Tres matrimonios, una nueva pareja "que decide no ser nombrada" públicamente, una nueva convocatoria laboral (Puerta 7, la serie sobre barrabravas que dirige Caetano y produce Pol-ka). Más que en instancias de trámites legales, ya casi no escucha que lo llamen "Rebolini". El sonido del apellido lo transporta al llamado del maestro Gené y al de los compañeros de la colimba. Por entonces, ya cursaba el tercer año de actuación y su gran alegría era esperar la llegada de Leonor Manso, su pareja, quien le llevaba al predio de Campo de Mayo los apuntes de las clases.
La profesión lo llevó a conocer a Jorge Luis Borges en 1975, en el rodaje de Los orilleros, de Ricardo Luna. También, a compartir cena y disfrutar de un recital privado de Joan Manuel Serrat. Tal vez, la mayor ganancia actoral fue la de dos amigos colegas de los que se hizo inseparable: Arturo Puig y Selva Alemán. Cuando la vida volvió a ponerlo a prueba -con la muerte de su hijo Lucas, en 2010- el teatro volvió a convertirse en el bastión. O en el bastón con el que pudo avanzar, otra vez.
-¿No es demasiado drástico sostener que el protagónico de Sandro puede haber sido tu último gran papel?
-No. Lo reafirmo. La ecuación es simple. Lo admiré tanto en mi juventud, imité su estilo, sus patillas. Me atravesó su figura. Muchos años después, encarnarlo fue un premio de la vida. Yo no quería defraudar, fue un trance fuerte, un compromiso enorme. Venía de protagonizar El avaro, de Molière. Un mal paso hubiera sido terrible para mí.
-Pero todavía debe haber sueños más grandes. ..
-Sueños hay siempre. Un broche sería hacer teatro con mis hijas, Luciana y Antonia. Estoy en un momento de la vida en que aprovecho de la mejor manera los años que me quedan, que Dios sabrá cuántos son. Lo bueno es que he podido revertir esa introversión que me limitaba mucho en mis relaciones. Refugiado en mis personajes, yo podía hacer mucho. Como persona real, sentía que me costaba mucho más.
-¿Hizo el ejercicio de pensar que hay programas, obras, que por su contenido hoy estarían bajo la lupa?
-Claro. Aborto era una palabra prohibida en la ficción. Hubo una época de ideas espantosas. De limitaciones respecto a relaciones homosexuales. Por suerte se dio una apertura maravillosa. El hombre cometió muchos errores, le dio un lugar horrible a la mujer. Yo también tuve que repensarme en chistes donde la figura de la mujer queda muy mal parada. Siento la necesidad de revertir eso. Y aprendo mucho con mis hijas.
-Hace varias décadas sostenía en las entrevistas que era "tan importante ser buen actor como saberse vender". Finalmente: ¿Siente que supo venderse?
-Nunca supe. Y esa es una de mis falencias. Siempre le huí a los reportajes televisivos. Yo no sé manejar el oficio paralelo de promocionarse. Me cuesta horrores. Nunca lo aprendí.
WD